La corrección ha sido durante el año 2001 parte fundamental de nuestra reflexión. Y lo ha sido por haberse transformado en la zona más comentada y al mismo tiempo más oscura de la tarea áulica. ¿A qué nos referimos cuando decimos corrección? Estamos aludiendo a la verificación cotidiana del trabajo docente-alumno, lo cual significa no sólo comprobar si el alumno entendió nuestra explicación, o desde otra perspectiva, si construyó de manera acabada aquel aspecto del objeto de conocimiento con el que lo pusimos en contacto, sino también la interacción necesaria que se produce entre estos dos sujetos en el momento de la producción –ya sea comprensión lectora o escritura de un texto-. Recordemos que el propósito ineludible de la enseñanza de la lengua en la escuela es lograr la reflexión metalingüística que garantizará el auténtico aprendizaje y para que ello se produzca el que enseña debe interactuar con el alumno eficazmente durante todo el proceso. (Camps, Millian; 2001).
Desde nuestra perspectiva la corrección no es entendida como sinónimo de evaluación de producto, ni tampoco la interpretamos sólo como revisión en cuanto aspecto importante del proceso recursivo de la escritura, a cargo tanto del docente como del alumno. En nuestro caso hablamos de corrección puntualmente en la representación tradicional de “quehacer inherente del rol docente”. Es decir, que renunciar a este rasgo pertinente de la práctica sería desdibujar el rol, despojarlo de su identidad y sentido. Cabría citar aquí un viejo principio repetido hasta el cansancio por los maestros formados muchos años atrás: todo trabajo no corregido no tiene valor.
Es entendible que los problemas económicos que sufre históricamente el sector docente no hayan sido esgrimidos en las obras especializadas como una causa importante del desentendimiento por la corrección sistemática en las aulas, y sin embargo, su repercusión flota como fantasma en las charlas informales: “Por lo que me pagan, no me voy a llevar las pilas de cuadernos y carpetas a mi casa”. Para encarar este tema, crucial en la tarea docente, no podemos desconocer ese ingrediente fundamental, aunque, como veremos más adelante, hay motivos mucho más profundos e inconfesables, que llevan a convertir en tabú la corrección, y por ende conducen a la proliferación de eufemismos.
Confundida con evaluación, la corrección ha dejado de tener una presencia natural y constante en las clases de Lengua, para aparecer casi exclusivamente en el momento de las “pruebas”. Esto conduce a actitudes desfavorables tanto en los alumnos como en los docentes en relación con esta actividad, indispensable cuando de transmitir y construir conocimientos se trata. ¿A qué nos referimos con actitudes poco favorables? El docente escinde la enseñanza de la corrección –como si ello fuera posible-, y el alumno, el aprendizaje de la producción propia, lo que es más impensable aún.
No corregir significa no enseñar; no ser corregido, implica no aprender. Desplazamiento del lugar que les corresponde a los dos sujetos en la mediación pedagógica. Si nos ubicamos en el punto de vista de la clase tradicional, el docente no ejerce su rol de verificador de la apropiación que está haciendo el sujeto aprendiente del objeto de conocimiento; esto, entonces, libera al sujeto cognoscente del esfuerzo de aprendizaje, es decir de asimilación, transformación del objeto en algo propio, de la incorporación en sus esquemas mentales de la nueva información. Desde la perspectiva constructivista, el docente no investiga cómo aprenden “sus” alumnos en “su” clase concreta, en un contexto escolar específico; esto es, renuncia a un saber acerca de los pasos que su alumno va dando en la construcción del conocimiento, qué dificultades tiene y qué estrategias utiliza para superarlas; información valiosísima para constituirse en guía y mediador de ese proceso de aprendizaje.
Una indagación que se nos aparece como muy valiosa para encontrar soluciones a este problema es realizar un seguimiento del proceso paulatino de abandono de la corrección*. Muchas cuestiones se plantean alrededor de este tema. ¿Cómo es que el cuarto paso de la clase tradicional que consistía en explicación, ejemplificación, aplicación o ejercitación y verificación o corrección, desapareció? ¿En qué momento el cuaderno o la carpeta del alumno pasó a ser casi un documento privado, donde se hacen ejercicios “para cumplir” sobre los que ni el mismo alumno vuelve?¿Cómo es que el docente dejó paulatinamente de corregir en forma sistemática y permanente? ¿Este abandono es vivido por el docente como una pérdida o una ganancia? ¿Dejó alguna vez de sentir que la corrección cotidiana es importante? Creemos que no. Subyace la culpa, culpabilidad subterránea ante la abdicación de una responsabilidad que debo cumplir frente al alumno, frente a mí mismo y frente a la institución que delega en mí esa función intransferible. De la brecha entre lo que hacemos y lo que sabemos que deberíamos hacer, nace gran parte de lo inconfesable, de lo traumático que rodea a este proceso áulico.
¿A qué se debe esta perturbación? Creemos que una de las causas es el malentendido que se genera en torno al rol de la enseñanza desde una orientación constructivista. En un intento por desplazar el modelo tradicional de intervención didáctica que ponía énfasis sobre la actividad del docente, los modelos siguientes – tales el tecnológico, el espontaneísta y el constructivista- enfocaron la actividad del alumno. Ahora bien, el modelo constructivista intenta que el alumno sea capaz de reconstruir la explicación de la realidad socio-cultural que elaboran las diferentes disciplinas científicas. En este proceso el alumno pone en juego sus propios esquemas interpretativos, de allí que el docente deba entonces conocerlos y revisarlos para permitirle avanzar en el proceso de generalización conceptual.
La forma de acceder a estos esquemas, a estas ideas previas, en el caso de la lectura y escritura es seguir el modo cómo el alumno encara la complejidad que la lengua escrita entraña. Y el instrumento más valedero que tenemos para conocerlo es el propio escrito. Si no lo corregimos, alumnos y docentes perdemos la fuente primaria de información que orientará todo nuestro trabajo, como medio para mejorar el aprendizaje y como herramienta para evaluar sus resultados. En estas afirmaciones encontramos pues los momentos privilegiados de intervención, donde la corrección docente entendida como instancia de confirmación o rectificación del proceso de comprensión o de expresión que se está llevando a cabo, se evidencia como insoslayable en las primeras etapas, para ir paulatinamente cediendo autonomía al alumno.
Es a través de la actividad de corrección, en esa interacción específica de seguimiento del escrito donde el docente va transmitiendo las pautas, actitudes y procedimientos que un experto utiliza para solucionar las dificultades que se le presentan.
Respondemos así a un doble objetivo: al mismo tiempo que enfrentamos a los alumnos con los problemas retóricos presentes en su actividad de escritura estamos en condiciones de proporcionarles aquellos contenidos que les ayuden a resolverlos.
Gracias a los avances de la Psicolingüística sabemos por un lado, que la expresión y la comprensión implican procesos de control y una cierta habilidad para analizar el uso del lenguaje, lo cual significa que la actividad metalingüística es inseparable del uso. Lo importante es tomar conciencia de que esta actividad se realiza en diferentes niveles que van desde la simple manipulación del lenguaje hasta la verbalización explícita de la actividad reflexiva y es aquí donde la intervención docente se impone. El docente debe ayudar al alumno a reflexionar acerca de su proceso, en el momento en que ambos interactúan con el escrito sometido a corrección. Por otro lado, también sabemos que las representaciones del lenguaje se construyen, como el propio lenguaje, en el marco de la interacción social que refuerza tanto el aprendizaje del lenguaje como la construcción del saber acerca del mismo, de lo cual resulta la posibilidad de un control autónomo de la producción escrita, que es a lo que los docentes aspiramos.
La obra Didáctica de las Ciencias del Lenguaje de Alisedo, Melgar y Chiocci, de fluida circulación en las escuelas por formar parte de los libros de distribución gratuita proporcionados por el Ministerio de Cultura y Educación de la Nación, analiza la problemática de la corrección en el capítulo titulado “¿Y después de la alfabetización inicial?”. “Cuando el texto escrito de un alumno presenta problemas ortográficos, sintácticos o de sentido, aparece el fantasma de la “corrección” que es hoy un terreno problemático donde se juegan distintas posiciones: intervencionismo directo, laissez faire o simplemente muchas dudas.” Aparece la corrección como una zona de definición de los enfoques tradicional y activo de la intervención docente. Luego de una síntesis de ambos y utilizando una tira de Mafalda como punto de partida para el debate sobre la misma, las autoras oponen, a modo de paradigma, dos posiciones: la del docente que lo corrige todo para que el alumno rehaga el trabajo y la del que señala aciertos y defectos aspirando estimular en el alumno el deseo de autocorrección. Las autoras nombradas analizan las ventajas y desventajas, virtudes y defectos de los dos tipos de corrección reconocidos.
Respecto de la primera opción consideran que una tarea que “… insume tiempo y esfuezo, y necesariamente debe hacerse fuera del horario escolar…” (Alisedo y o., 1997: 153) por lo que es una “obligación obvia” y “ poco reconocida”, merece ser valorada por el grado de compromiso que revela, pero favorece la “dependencia del alumno” por cuanto constituye un “monitoreo externo” –a su juicio- infalible y seguro. Además observan que “… el niño delega responsabilidades y reposa en la seguridad de un control externo adulto”. Afirman que la dependencia y la falta de espacios instituidos para defender su práctica discursiva lleva a la desautorización permanente del propio discurso. Por este camino la corrección termina siendo un discursoautorizado sobre discurso no autorizado, muy dañino en el caso que sea alternativa única.
La segunda opción denominada por las autoras “monitoreo blando”, se preocupa “… por alentar la producción del niño, por cuidar que sus esfuerzos hacia una escritura autónoma sean vividos como niveles de logro hacia una meta, que sus errores se liberen de carga negativa y, en cambio, sean lugares de reflexión y de autosuperación”. (Alisedo y o, 1997: 155). Las aulas superpobladas y las marcas más o menos convencionales con que se invita a los alumnos a replantear su producción escrita lo vuelven a reinstalar “frente a la soledad de la página en blanco”. El monitoreo blando, producto del enfoque activo también desvincula la producción del niño de la gramática y de la normativa, así como de las tipologías textuales, instrumentos y lugares aptos para la autocorrección y la búsqueda de formatos y tipos discursivos socialmente vigentes.
Las dos alternativas, concluyen las autoras, imponen al docente y al alumno un ida y vuelta textual agotador y monótono. Hay una tercera posición que mencionan sólo en un párrafo final sin exponer, precisamente porque no garantiza aprendizaje, y que es la absoluta desatención de la escritura. Sin embargo, creemos que es la posición a discutir, precisamente por ser la más común y al mismo tiempo “vergonzante” de todas, la del docente que no corrige y que no lo hace por más de un motivo, pero donde pesa el esfuerzo escolar que demanda, no reconocido económica ni institucionalmente, y la falta de objetivos y metas claras que guíen ese trabajo.
Frente a este panorama las autoras proponen una alternativa superadora a la que denominan “el enfoque activo-reflexivo”, cuyo objetivo es llevar al sujeto hacia una reflexión metalingüística que le permita distanciarse del objeto, volverlo externo para observarlo. La propuesta, en definitiva, sería transformar el aula en un laboratorio en el cual se ponen bajo el microscopio las distintas unidades de la lengua usadas por los alumnos y plantear textos desviados e inclusive agramaticales; para llegar a los textos transgresivos, definidos como aquellos que violan condiciones de construcción en el plano de lo lingüístico, pero no en el orden de los valores o las temáticas. En síntesis, la metodología de la descentración busca que el hablante sea consciente de que está poniendo en juego su competencia lingüística, por ello esta metodología implica trabajar con una dimensión psico y sociolingüística.
Para nuestros fines todo este despliegue argumentativo implícitamente nos enseña que se corrige toda vez que se reflexiona, es decir, toda vez que alguien vuelve sobre lo suyo y ejerce la crítica. Soportar la duda, el trabajo con hipótesis provisorias, con estrategias resolutivas no del todo acabadas, requiere de un docente acostumbrado a experimentar con su lenguaje, con la lengua de su comunidad lingüística, a manejar las distintas vías posibles de acceso del saber gramatical al aula y no privilegiar ninguna, a asumir los riesgos y temores que trae aparejado lo novedoso, la construcción conjunta de las respuestas y a lanzarse a la aventura de empezar de nuevo con cada grupo con el que debe interactuar.
Retomando aquellas palabras del comienzo del trabajo que hacían referencia a la densa red de problemáticas que esconde el tema de la corrección, concluimos diciendo que lo que no nos podemos confesar a nosotros mismos es el juzgarnos inhabilitados para experimentar con la lengua en uso, aunque estemos sólidamente apoyados en el conocimiento de los componentes del sistema que sostiene ese uso; sentirnos inseguros al carecer de respuestas definidas de antemano.
Prof. Alicia Castañeda Prof. Magda Lahoz
ALISEDO, Graciela y otras (1994): Didáctica de las Ciencias del lenguaje. Bs. As.: Paidós.
MILIAN, Martha- CAMPS, Anna (2000): El papel de la actividad metalingüística en el aprendizaje de la escritura. Rosario: Homo Sapiens.
Nota:
*Queda agendado para el futuro la absolutamente necesaria pesquisa que permita contrastar las representaciones de los alumnos, de los docentes y de los padres acerca del valor y la importancia de la corrección
Fuente: Educ.ar
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